LA BELLEZA DE LA MÚSICA
GEORG PHILIPP TELEMANN
1681-1767
Sonata en D Mayor, TWB44:1. Interpreta la Bremer Barockorchester. Un regalo hermoso a los oídos.
SE FUE PELÉ, LA ESTRELLA MÁS GRANDE
EN LA HISTORIA DEL FUTBOL
ADIÓS A O REI
Pelé, O Rei, con el mexicano Gamaliel Ramírez en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, en el encuentro América contra Santos, en febrero de 1970. O Rei murió ayer a la edad de 82 años.
LA SELECCIÓN ARGENTNA
SE NEGÓ A VISITAR LA CASA ROSADA
DEPORTISTAS RICOS Y CAPITALISTAS, ELIGIERON DE QUÉ LADO ESTÁN
La selección de Argentina, campeona del futbol se negó a visitar la Casa Rosada, aludiendo la frase ¡Política, No!, rompiendo así con la tradición de visita de las delegaciones campeonas a la sede presidencial. La condición humana es perversa, con sus raras excepciones. No es noticia que todos los jugadores argentinos devengan sueldos millonarios que los han convertido en capitalistas, comparsas que hoy con su silencio y ausencia son cómplices de todos aquellos que medran en su país con el lawfare, con las arbitrariedades de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y con aquellos dueños de empresas que se enriquecen con el trabajo del pueblo. Si la vida de Maradona fue discutible, su actuar en solidaridad con las causas populares, fue ejemplar. Los seleccionados campeones provienen del pueblo, pero ahora la vida les sonríe. No es lo mismo ser millonario, a ser un humilde jugador o trabajador. Ellos son los que han confundido y politizado con su ausencia una visita protocolaria con el presidente de todos. Con su ausencia han definido de qué lado están. No del lado del pueblo que los ha encumbrado y adorado hasta la locura. Sí, del lado del sector mediático que miente, sí del poder o partido judicial que lanza zarpazos a la democracia, sí de los ricos. La condición humana creemos, es para bien, O para mal.
En la selección argentina, uno a uno de sus jugadores son capitalistas, por ese motivo no acudieron a la visita protocolaria a la Casa Rosada. ¿Cómo saludar a un presidente elegido por el pueblo, si ellos son millonarios y están del lado de los ricos, esos que atropellan a la democracia?
EL PODER JUDICIAL,
ESTADO PARALELO
LA DEMOCRACIA PELIGRA,
EN ARGENTINA
La Corte Suprema de Justicia de la Nación está en poder de la ultraderecha. Quien manda allí es Juntos por el Cambio, alianza ampliada de Cambiemos que ganó con Mauricio Macri la presidencia, en 2015. Y en el 2019, volvió a postular a Macri, perdiendo la reelección con el Frente de Todos, del que fue candidato el actual presidente Alberto Fernández. En su periodo, Macri dejó incondicionales en la Corte Suprema que aún hoy le cubren sus actos delictivos. La Corte es un estado paralelo que por medio del lawfare ha condenado, sin pruebas, a 6 años de prisión e inhabilitación política de por vida a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, ante el temor de que podría ser ella, la ganadora de la próxima elección presidencial. Ya Cristina señaló que no participará como candidata, lo que es un severo golpe al peronismo que tendrá que reorganizarse para buscar un nuevo candidato. Con su actitud, Cristina ayuda a la ultraderecha. Tal vez esté cansada y agobiada de tanto golpeteo. Superó un intento de asesinato. Tiene una injusta condena. Se cansó. Argentina es el campeón mundial de futbol, pero su democracia está amenazada por el estado paralelo que es la Corte Suprema de Justicia que ha lanzado su último zarpazo: Al gobierno de Larreta, un ultraderechista de Juntos por el Cambio y gobernador de Buenos Aires, le emitió una sentencia a su favor que le eleva su participación monetaria en detrimento de las participaciones de los gobiernos de provincia, estando el presupuesto del gobierno de Fernández, aprobado para 2023. Esa sentencia no se puede cumplir y hay choque del gobierno peronista contra la Corte Suprema de Justicia. Habría que convencer a Cristina de que su figura política es la esperanza de Argentina. No hay nadie que pueda sustituirla. El peronismo la necesita. Ante el constante atropello del Poder Judicial, es hora de alzar la voz. ¡Basta de tanta arbitrariedad!
UNA GRAN TRADICIÓN DE SOLIDARIDAD
ASILO POLÍTICO A LA FAMILIA
DEL PRESIDENTE DERROCADO DE PERÚ
LOS NIÑOS DE LA GUERRA
VÍCTIMAS INOCENTES
DEL CONFLICTO, EN UCRANIA
En Ucrania, muchos niños no pueden entender el horror de la guerra. Huyendo, unos se han salvado de morir y han dejado sus casas, a sus amigos, a su escuela y a su comunidad. Muchos están sin familia y huérfanos. Siete y medio millones de niños ucranianos están en peligro. Más de mil niños han muerto. Más de cuatrocientos mil niños están en, o cerca, de los campos de batalla. Los medios al servicio del capitalismo a ultranza, atacan sin piedad y cuestionan a Rusia, pero no ven la maldad de Zelenski, un títere del capitalismo, financiado por los países que integran la OTAN. Zelenski estará el próximo miércoles con su jefe mayor, Joe Biden, el presidente de Estados Unidos, para recibir instrucciones, mientras Ucrania sufre de un pavoroso invierno, de la destrucción de su infraestuctura de todo tipo y de una guerra que es imposible de ganar. Alto a la guerra. ¡Ya basta!
EN EL MUNDO
ÁFRICA,
EL CONTINENTE MÁS POBRE
ANTE LA ACADEMIA SUECA
ANNIE ERNAUX: DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL PREMIO NOBEL DE LITERATURA: "ESCRIBIRÉ PARA VENGAR A MI RAZA"
¿Por dónde empezar? Esta pregunta, me la he hecho decenas de veces ante la página en blanco. Como si necesitara encontrar la frase, la única, que me permita penetrar en la escritura del libro y despeje de golpe todas las dudas. Una especie de clave. Hoy, para afrontar una situación que, ya pasado el estupor del acontecimiento –”¿De verdad me está sucediendo esto a mí?”–, mi imaginación me presenta con un pavor creciente, se apodera de mí la misma necesidad. Encontrar la frase que me dará la libertad y la firmeza de hablar sin temblar, en este lugar al que me invitan ustedes esta tarde.
No necesito ir muy lejos a buscar esta frase. Surge. Con toda nitidez, con toda su violencia. Lapidaria. Irrefragable. La escribí hace sesenta años en mi diario íntimo. Escribiré para vengar a mi raza. Era un eco del grito de Rimbaud: “Soy de raza inferior por toda la eternidad”. Tenía yo veintidós años. Era estudiante de Literatura Francesa en una facultad de provincias, rodeada de muchachas y muchachos procedentes de la burguesía local.
Pensaba orgullosa e ingenuamente que escribir libros, hacerse escritor, al final de una estirpe de campesinos sin tierras, de obreros y pequeños comerciantes, de gentes despreciadas por sus modales, su acento, su incultura, bastaría para reparar la injusticia del nacimiento. Que una victoria individual borraba siglos de dominación y de pobreza, con una ilusión que ya la escuela me había incentivado por mi alto rendimiento escolar. ¿Cómo podría compensar mi éxito académico, las humillaciones y las ofensas sufridas? No me planteaba la pregunta. Tenía algunas excusas.
Desde que aprendí a leer, los libros eran mis compañeros; la lectura, mi ocupación natural fuera de la escuela. Aquel gusto lo cultivaba una madre que, a su vez, devoraba novelas en su tienda entre cliente y cliente, y que me prefería leyendo más que cosiendo o tejiendo. La carestía de los libros, la suspición de que eran objeto en mi colegio religioso, me los hacían aún más deseables. Don Quijote, Los viajes de Gulliver, Jane Eyre, los cuentos de los hermanos Grimm y de Andersen, David Copperfield, Lo que el viento se llevó, más tarde Los miserables, Las uvas de la ira, La náusea, El extranjero: era el azar, más que las prescripciones escolares, lo que determinaba mis lecturas.
La elección de cursar estudios literarios se debió a que quería seguir con la literatura, convertida en un valor superior a todo lo demás, en un modo de vida, incluso, que me hacía proyectarme en una novela de Flaubert o de Virginia Woolf y vivirlas literalmente. Una especie de continente que yo oponía, inconscientemente, a mi medio social. Y no concebía la escritura sino como posibilidad de transfigurar la realidad.
Que dos o tres editores rechazaran mi primera novela –novela cuyo único mérito residía en la búsqueda de una forma nueva– no fue lo que derrumbó mi deseo y mi orgullo. Fueron situaciones de la vida en las que ser una mujer suponía un pesado lastre con respecto a ser un hombre en una sociedad donde los roles estaban definidos según el sexo, la contracepción estaba prohibida y la interrupción del embarazo se consideraba un crimen. En pareja y con dos hijos, docente de profesión y con la intendencia familiar a mi cargo, me alejaba día a día, cada vez más, de la escritura y de mi promesa de vengar a mi “raza”. No podía leer la parábola ‘Ante la ley’ en El proceso de Kafka sin ver en ello la figuración de mi destino: morir sin franquear la puerta que estaba hecha solo para mí, el libro que solo yo podría escribir.
Pero eso suponía no contar con el azar privado e histórico. La muerte de mi padre a los tres días de llegar yo de vacaciones a su casa, un puesto de profesora en un instituto donde el alumnado proviene de medios populares semejantes al mío, los movimientos mundiales de protesta: elementos, todos ellos, que me conducían por vías imprevistas y sensibles al mundo de mis orígenes, a mi “raza”, y que conferían a mi deseo de escribir un carácter de urgencia secreta y absoluta. Esta vez, no se trataba de entregarme a aquel ilusorio “escribir sobre nada” de mis veinte años, sino de sumergirme en lo indecible de una memoria reprimida y de sacar a la luz la manera de existir de los míos. Escribir para entender las razones, dentro y fuera de mí, que me habían alejado de mis orígenes.
La elección de una escritura determinada nunca es obvia. Pero quienes, migrantes, ya no hablan la lengua de sus padres y quienes, tránsfugas de clase social, no usan exactamente la misma, se piensan y se expresan con otras palabras, todos, se ven confrontados a obstáculos suplementarios. A un dilema. Efectivamente, sienten la dificultad, véase la imposibilidad de escribir en la lengua adquirida, dominante, que han aprendido a manejar y que admiran en sus obras literarias, todo lo relativo a su mundo de procedencia, a ese mundo originario hecho de sensaciones, de palabras que dicen la vida cotidiana, el trabajo, el lugar ocupado en la sociedad. Está, por una parte, la lengua en la que han aprendido a nombrar las cosas, con su brutalidad, con sus silencios; por ejemplo, ese del cara a cara entre una madre y un hijo, en el bellísimo texto de Albert Camus Entre sí y no. Por otra parte, los modelos de las obras admiradas, interiorizadas, las que han abierto el universo primigenio y con respecto a las que se sienten deudores por su elevación, que a menudo consideran como su verdadera patria. En la mía figuraban Flaubert, Proust, Virginia Woolf: en el momento de retomar la escritura, no me resultaron de ninguna ayuda. Necesitaba romper con el “escribir bien”, con la bella frase, esa misma que enseñaba a mis alumnos, para extirpar, exhibir y comprender el desgarro que me penetraba. Espontáneamente, emergió en mí el estruendo de una lengua que arrastraba consigo la ira y la irrisión, incluso la vulgaridad, una lengua del exceso, insurgente, a menudo utilizada por los humillados y los ofendidos, como la única forma de responder a la memoria de los desprecios, de la vergüenza y de la vergüenza de la vergüenza.
Enseguida, también, me pareció evidente –hasta el extremo de no poder contemplar otro punto de partida– anclar el relato de mi desgarro social en la situación que viví cuando era estudiante, esa situación indigna a la que el Estado francés condenaba siempre a las mujeres: el recurso al aborto clandestino entre las manos de una “hacedora de ángeles”, de una abortera. Y quise describir todo lo que le sucedió a mi cuerpo de chica, el descubrimiento del placer, la regla. Así, en ese primer libro, publicado en 1974, sin que fuera entonces consciente, se encontraba definida el área en la que ubicaría mi trabajo de escritura, un área a la vez social y feminista. Vengar a mi raza y vengar a mi sexo serían una sola y misma cosa a partir de entonces.
¿Cómo no interrogarse sobre la vida sin hacerlo también sobre la escritura, sin preguntarse si esta reconforta o perturba las representaciones admitidas, interiorizadas sobre los seres y las cosas? ¿Acaso la escritura insurrecta, por su violencia y su escarnio, no reflejaba una actitud de dominada? Cuando el lector era un privilegiado cultural, conservaba la misma posición de desapego y de condescendencia con respecto al personaje del libro que en la vida real. De suerte que, en un principio, para prevenir esa mirada que, dirigida a mi padre cuya vida quería yo contar, habría sido insostenible y, así lo sentía yo, una traición, adopté, a partir de mi cuarto libro, una escritura objetiva, “plana”, en el sentido en que no utilizaba ni metáforas ni marcas emocionales. La violencia ya no se exhibía, venía de los hechos en sí y no de la escritura. Encontrar las palabras que contuvieran a la vez la realidad y la sensación procurada por la realidad, iba a convertirse, y hasta hoy, en mi preocupación constante al escribir, fuera cual fuera el objeto.
Seguir diciendo “yo” me resultaba absolutamente necesario. La primera persona –esa por la cual, en la mayoría de las lenguas, existimos nosotros, en cuanto aprendemos a hablar, hasta la muerte– es considerada a menudo, en su uso literario, como narcisista porque remite al autor, porque no se trata de un “yo” representado como ficticio. Es bueno recordar que el «yo», hasta entonces privilegio de los nobles que contaban elevados hechos de armas en sus Memorias, es en Francia una conquista democrática del siglo XVIII la afirmación de la igualdad de los individuos y del derecho a ser sujeto de su propia historia, como reivindica Jean-Jacques Rousseau en su primer preámbulo a las Confesiones: “Y que no se objete que por ser un hombre del pueblo no tengo nada que decir que merezca la atención de los lectores. […] Sea cual sea la oscuridad en que yo haya podido vivir, si he pensado más y mejor que los reyes, la historia de mi alma es más interesante que la de las suyas”.
No es ese orgullo plebeyo lo que me motivaba (aunque, bien mirado…), sino el deseo de servirme del “yo” –forma a la vez masculina y femenina– como herramienta exploratoria que capta las sensaciones, las que ha enterrado la memoria, las que el mundo que nos rodea no deja de procurarnos, por todas partes y todo el tiempo. Esa cosa previa a la sensación se convirtió para mí a la vez en guía y en garantía de la autenticidad de mi búsqueda. Pero ¿con qué fines? No pretendo contar la historia de mi vida ni desvelar sus secretos, sino descifrar una situación vivida, un acontecimiento, una relación amorosa, y revelar así algo que solo la escritura puede hacer existir y transmitir, quizá, a otras conciencias y otras memorias. ¿Quién podría decir que el amor, el dolor y el duelo, la vergüenza, no son universales? Victor Hugo escribió: “Ninguno de nosotros tiene el honor de tener una vida propia”. Pero como todas las cosas se viven, inexorablemente, de forma individual –”me sucede a mí”–, no pueden leerse de la misma manera salvo si el “yo” del libro se vuelve, en cierta forma, transparente, de suerte que el del lector o el de la lectora ocupen su lugar. Si ese Yo es, en suma, transpersonal.
Así concebí mi compromiso a través de la escritura, compromiso que no consiste en escribir «para» una categoría de lectores, sino “desde” mi experiencia de mujer y de migrante interior, desde mi memoria ya cada vez más vasta de los años recorridos, desde el presente, incesante proveedor de imágenes y palabras de los otros. Dicho compromiso como pignoración de mí misma en la escritura se apoya en la creencia, convertida en certeza, de que un libro puede contribuir a cambiar la vida personal, a romper la soledad de las cosas soportadas y soterradas, a pensarse de manera distinta. Hacer que lo indecible salga a la luz es un asunto político.
Lo vemos hoy con la revuelta de esas mujeres que han encontrado las palabras para acabar con el poder masculino y se han alzado, como en Irán, contra su forma más arcaica. Escribiendo en un país democrático, sigo preguntándome, sin embargo, por el lugar que ocupan las mujeres en el ámbito literario. Su legitimidad para producir obras aún no está ganada. Hay hombres en el mundo, incluso en los círculos intelectuales occidentales, para quienes los libros escritos por mujeres simplemente no existen, nunca los citan. El reconocimiento de mi obra por la Academia Sueca es una señal de esperanza para todas las escritoras. En el acto de sacar a la luz lo «indecible social», esa interiorización de las relaciones de dominación de clase y/o raza, de sexo también, que solo sienten quienes son objeto de ella, reside la posibilidad de la emancipación individual pero también colectiva. Descifrar el mundo real despojándolo de las visiones y valores que el lenguaje, cualquier lenguaje, porta es perturbar el orden instituido, socavar sus jerarquías.
Pero no confundo esta acción política de la escritura literaria, sujeta a la recepción del lector o la lectora, con las posiciones que me siento obligada a adoptar en relación con los acontecimientos, los conflictos y las ideas. Crecí con la generación de la posguerra, en la que se daba por sentado que los escritores e intelectuales debían tomar partido en la política francesa e implicarse en las luchas sociales. Nadie puede decir hoy si las cosas habrían sido diferentes sin sus palabras y su compromiso. En el mundo actual, donde la multiplicidad de fuentes de información y la rápida sustitución de unas imágenes por otras acostumbran a una especie de indiferencia, concentrarse en el propio arte es una tentación. Pero, al mismo tiempo, está ascendiendo en Europa –enmascarada por la violencia de una guerra imperialista emprendida por el dictador a la cabeza de Rusia– una ideología de repliegue y de cerrazón, que se extiende y gana continuamente terreno en países hasta ahora democráticos. Basada en la exclusión de extranjeros y migrantes, el abandono de los económicamente débiles, la vigilancia del cuerpo de las mujeres, me impone, como a todos aquellos para quienes el valor de un ser humano es el mismo, siempre y en todas partes, un deber de vigilancia extrema.
Al concederme la más alta distinción literaria existente, una gran luz ilumina mi trabajo de escritura y de investigación personal, realizado en la soledad y la duda. No me deslumbra. No considero la concesión del Premio Nobel como una victoria individual. No es orgullo ni modestia pensar que se trata, en cierto modo, de una victoria colectiva. Comparto el orgullo con quienes, de un modo u otro, desean más libertad, igualdad y dignidad para todos los seres humanos, independientemente de su sexo y su género, de su piel y su cultura. Con quienes piensan en las generaciones venideras, en la salvaguarda de una Tierra que la codicia de unos pocos sigue haciendo cada vez menos habitable para el conjunto de los pueblos.
En cuanto a la promesa que hice a los veinte años de vengar a mi raza, no sabría decir si la he cumplido. De ella, de mis antepasados, hombres y mujeres esforzados en tareas que les hicieron morir pronto, recibí la fuerza y la rabia suficientes para tener el deseo y la ambición de hacerle un sitio en la literatura, en ese conjunto de voces múltiples que, muy pronto, me acompañaron permitiéndome el acceso a otros mundos y a otros pensamientos, incluido el de rebelarme contra ella y querer modificarla. Para inscribir mi voz de mujer y de tránsfuga social en lo que se presenta siempre como un lugar de emancipación, la literatura.
Traducción de Lydia Vázquez Jiménez, traductora de Annie Ernaux en Cabaret Voltaire. (JUEVES 8 DE DICIEMBRE).
UN GRAN COMPOSITOR DE MÉXICO
MANUEL M. PONCE
1882-1948
DESTITUCIÓN DEL PRESIDENTE DE PERÚ
PEDRO CASTILLO,
VÍCTIMA DE LA DERECHA
Pedro Castillo, Presidente de la República de Perú, hoy fue destituido por el Congreso y está detenido. Recordemos que en 2021 ganó la elección presidencial a la ultraderechista Keiko Fujimori, hija del tristemente célebre expresidente Alberto Fujimori, con un apretado margen de 44,058 votos. Pero no fue suficiente su triunfo electoral, desde que llegó a la Presidencia, la oligarquía peruana empezó a ponerle obstáculos en el camino para destituirlo como presidente. Los poderosos, apoderados del Congreso y de la Fiscalía empezaron la persecución. Pedro Castillo, un hombre de campo y profesor rural, mostró incapacidad política. En su corta gestión tuvo cinco gabinetes y renuncias y destituciones y rompió la relación con Vladímir Cerrón, el hombre que lo impulsó como candidato hasta llegar a la Presidencia. Hoy, Pedro Castillo, en un momento de desesperación y entendiendo que se venía su destitución, dictó medidas que van en contra de la democracia, como es la disolución temporal del Congreso, instaurar un gobierno de emergencia excepcional y el toque de queda en el país, prometiendo trabajar para convocar a elecciones para un nuevo Congreso y una nueva Constitución, en un período de nueve meses. A nadie extraña que el partido Fuerza Popular, encabezado por la ultraderechista Keiko Fujimori, se haya solidarizado con Dina Boularte, quien fue vicepresenta de Castllo y hoy juró como Presidenta de la República. La ultraderecha es capaz de todo para conseguir el poder. Lo vemos en Perú, con Pedro Castillo. Lo vemos en Argentina, con Cristina Fernández de Kitchner. Lo vimos con Lula, en Brasil.
LAWFARE EN ARGENTINA
SIN PRUEBAS, CONDENAN
A CRISTINA FERNÁNDEZ DE KIRCHNER
En su gestión como Presidente de la República de Argentina, Mauricio Macri se apoderó del Poder Judicial. Maniobró e impuso jueces sin escrúpulos que han servido para tapar sus delitos y para ejercer la persecución en contra de sus adversarios políticos. Hoy, le tocó a la Vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner ser condenada por los esbirros de Macri, sin prueba alguna. Si no pudieron asesinarla, hoy quieren inhabilitarla como candidata a la Presidencia de la República. El lawfare en todo su esplendor. El Poder Judicial argentino se ha politizado, es instrumento de la ultraderecha y de persecución política. Dejó de defender los intereses de la mayoría, en beneficio de unos cuantos. Condenamos la persecución judicial a Cristina Fernández de Kirchner. Es hora de que todas las fuerza progresistas de Argentina, se aglutinen en su defensa y defendiéndola, defenderán a la democracia. Argentina merece un mejor destino.
CRISTINA ACUSA MAFIA JUDICIAL
Y ESTADO PARALELO QUE LA CONDENÓ
MACRI CELEBRA CON CHAMPAGNE
LA CONDENA DE CRISTINA
FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO,
EN GUADALAJARA
MENSAJE DE LA ESCRITORA RUSA LIUDMILA ULÍTSKAYA, PREMIO FORMENTOR DE LAS LETRAS 2022
Hoy todos nosotros atravesamos un difícil trance. Una vez más, como tantísimas en el curso de nuestra civilización, la política y la cultura sufren los estragos de una contienda. A decir verdad, la entera historia de la humanidad se compone de una interminable lista de guerras, conquistas, victorias y derrotas. Y cada guerra provoca un retroceso, nos devuelve a estadios primitivos. Huelga decir que la resolución de cualquier conflicto mediante las armas es un fenómeno profundamente arcaico, obsoleto. En nuestra época, dicho fenómeno puede causar la total desaparición del género humano, y, de paso, de decenas, centenares de especies vivas.
Pero ¿qué ha cambiado entre el siglo anterior y el presente? ¿Por qué, ya bien metidos en el siglo XXI, seguimos abocados a la contingencia de la autodestrucción?
Hace 100 años todavía no se habían inventado instrumentos de destrucción masiva tan potencialmente devastadores como los que existen ahora, en nuestro siglo. Hoy día el poderío militar cuenta con armamentos nucleares, químicos, biológicos. Precisamente la acumulación de estas armas originó el fenómeno que conocemos como la «guerra fría». A efectos convencionales, se puede considerar que la guerra fría comenzó el 5 de marzo de 1946 y acabó en diciembre de 1989, cuando, durante la Cumbre de Malta, Mijaíl Gorbachov y George Bush anunciaron su fin. No obstante, lo cierto es que la confrontación nunca ha cesado. Y el mundo sigue dividido, solo que hoy no podemos decir que está partido por la mitad: el número de fragmentos esparcidos es infinitamente superior. Las agudas contradicciones en muchos campos, políticos, culturales, territoriales, étnicos integran un complejo panorama, del cual yo personalmente comprendo tan solo una cosa: el único remedio capaz de curar esta enfermedad mundial de la belicosidad latente, la xenofobia, el recelo mutuo consiste en incrementar el nivel cultural de la gente en Rusia y en Norteamérica, en África y en China, en Europa y en América Latina, en todo el mundo. En la cultura, en la educación, veo la única defensa contundente contra la locura militar que, igual que la peste en los tiempos remotos infecta a pueblos enteros. Y, como ya hemos visto, no hay juicio de Núremberg que sirva de antídoto para esas peligrosas plagas. Solo la educación, solo la cultura que ha ido creando la humanidad es capaz de preservarnos a nosotros y a nuestros hijos del contagio de la peste belicista cuyos brotes presenciamos ahora mismo en Europa, entre Rusia y Ucrania.
La humanidad se ha convertido en una comunidad muy cercana: lo que está teniendo lugar en Pekín enseguida se conoce en Washington, lo que está ocurriendo en la península de Kola se sabe pronto en Madrid, Roma o Berlín. En cierto sentido, la humanidad ha vencido al tiempo y al espacio, cada uno de nosotros, gracias a los avances tecnológicos, puede contactar con alguien esté donde esté, en la Tierra, o incluso, fuera del planeta. Y eso es un logro de la cultura. Queridos amigos, la cultura es nuestro oficio, aquello a lo que nos dedicamos profesionalmente. Y constituye el remedio contra la violencia que envenena la sangre de la especie. Hay que reconocer que somos así —agresivos y despiadados— por naturaleza.
La naturaleza es la fuerza suprema, y, sin embargo, ciega. Como alguien formado en las ciencias biológicas, puedo atestiguar que la naturaleza desborda nuestra inteligencia: incontables enigmas permanecen todavía indescifrados. Pero solo a nuestra estirpe, a todos nosotros, se nos ha concedido la consciencia, un don único que, mientras no se demuestre lo contrario, no posee ningún otro ser vivo. La consciencia engloba no solo la experiencia de la propia vida, desde el nacimiento hasta la muerte, sino la experiencia de las generaciones anteriores, peculiaridad que nos diferencia del resto de los habitantes de este mundo. Esta cualidad estrictamente humana (al menos hasta hoy así lo creen los científicos) ha permitido a nuestra especie discernir muchas de las vías por las que iba desarrollándose la poderosa, incluso diría divina, fuerza de la evolución. Nadie sabe a dónde nos llevarán esos caminos. Acaso surja un ser que se diferencie de nosotros tan trascendentalmente como el chimpancé del homo sapiens. ¿Por qué no? Pero también existe el peligro de que la humanidad cercene su propia evolución, se autodestruya, se suicide como especie.
El hombre ya ha destruido centenares de especies vivas, junto con el Libro rojo de las especies amenazadas existe el Libro negro de las extinguidas por nuestra culpa. Actualmente cuenta con 778 entradas, y el número crece cada año.
Se preguntarán a santo de qué, aquí, en un evento literario, me ha dado por traer a colación estas cuestiones, a buen seguro bien distintas de las esperables. Cuando hablamos de cultura, normalmente nos referimos a la literatura, el arte, la ciencia, esas presuntas formas de sabiduría, en definitiva. Pero es que hoy más que nunca, a mi entender, lo que, más explícita o más implícitamente, ha devenido el tema principal de la cultura es la autodestrucción del ser humano, la aniquilación de la vida, el arrasamiento del pese a todo aún precioso mundo que en nuestro siglo estamos perpetrando con mayor saña que en ningún otro. Si nuestra generación y la de nuestros hijos no cambian su actitud hacia el hogar de todos, consumista, bárbara, rapaz, junto con nosotros morirá también la cultura. Quién sabe, quizás quede algún pájaro entonando sus trinos, pero nadie tocará El clave bien temperado de Bach. No habrá nadie para leer los poemas de Dante o de Pushkin.
Disculpen. Tengo el día lenguaraz, déjenme aprovecharlo exhortándoles a recordar que la cultura es un bien tan valioso como delicado y frágil, y que destruirla es realmente fácil. Que sin la cultura el hombre pierde su condición humana, pierde su alma. Y que en nuestro mundo proliferan de día en día los seres desalmados…
La Película Jeanne Dielman, 23, Quai du Commerce, 1080 Bruxelles, de Chantal Akerman, la mejor de la historia del cine, según la revista británica Sight & Sound
¿ES UNA BROMA?
Monótona historia de una ama de casa, llamada Jeanne, extremadamente ordenada que vive la soledad y la frustración, en Bruselas. Ejerce la prostitución para poder vivir y mantiene a un hijo que estudia y con el que poco habla, al que le lava y plancha la ropa y le saca lustre a sus zapatos. Al final, las malas emociones agobian a la ama de casa que asesina a uno de sus clientes, como respuesta y desahogo de su mala vida. La película titulada Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles, estrenada en 1975, con duración de 3 horas y 21 minutos, de la desaparecida directora de cine franco-belga Chantal Akerman, es tediosa y aburrida. Cuando la vimos reflexionamos sobre el tiempo perdido. Claro que existen personas a quienes les guste este tipo de cine y habrá que señalar que todos los gustos y preferencias de nuestros semejante son respetables. La revista inglesa Sight & Sound, mediante una encuesta que se realiza cada diez años, designó a esta película como la mejor de la historia del Cine. Y no es broma.
EXPLOTACIÓN INHUMANA
NO A LA ESCLAVITUD