A Sandor lo conocí en la década del 70. Hombre educado, hablaba bien el español. Serio, solemne, elegante, parecía una estampa antigua. Por su obra pedagógica musical, por su talento y sensibilidad interpretativa, se convirtió en una leyenda del mundo pianístico. Hoy es prestigioso para un pianista decir que tomó cursos de perfeccionamiento musical con él.
Cuando evoco a Sandor, veo su generosidad por permitirme, sin restricciones, saber de su vida de artista.
Una bella tarde le acompañé a revisar el Teatro Degollado, en donde esa noche daría un recital pianístico. Ya en la bella sala, sólo él y yo, dirigió su vista a la planta baja, a los palcos, movió su ojos hacia galería, lugar de los verdaderos amantes de la música. Caminamos de frente, el piano estaba a nuestra vista y, junto, un mozo barría el escenario. Y ocurrió lo inevitable, el empleado se le quedó viendo al Steinway, y entonces el piano sufrió la profanación más humillante: los dedos que antes sostuvieron la escoba, tocaron, mancillaron dos teclas. Fue como si a Sandor se le hubiera encajado una aguja. Reaccionó, gritó: "¡Deje eso, no lo haga!". El profanador se escabulló. Desde entonces, reafirmé mi creencia y respeto por los objetos sagrados.
Hoy lamento no haber preguntado a Sandor, a Demus y a Zabaleta, sus impresiones de los años de angustia que fueron los de la segunda guerra mundial. Hitler, sin excepción, asaltó a todos. Como Herodes, violento, asesinaba a quien se le cruzara en su camino.
Fecha triste el jueves 15 de diciembre de 2005, a la edad de 93 años Georgy Sandor se fue al cielo, a tocar el piano al lado de los ángeles. Se encontró seguramente con Béla Bartók que, inquieto, esperaba impaciente a su ex alumno.
Sueño que estoy en un hermoso teatro y mi amigo Georgy Sandor interpreta el concierto número 2 de su maestro.
Letra de Georgy Sandor |